A Andrés
le encanta el poder, le encanta sentirse amado, admirado, venerado, le gusta
que le aplaudan y que sepan que él y sólo él manda. Andrés tenía un sueño, dar
su mensaje con motivo de su informe de gobierno en el palacio legislativo de
san Lázaro. Lamentablemente no lo podrá cumplir…
Y es que
era todo un rito. Una demostración de poder y de grandeza, la muestra del músculo
ejecutivo. El mandatario en turno era el centro de toda la atención. Salía de
la residencia oficial de Los Pinos, puntual. Con la banda presidencial atravesando
su pecho, orgulloso. Lo acompañaban legisladores e integrantes de la clase
política que hacían una fiesta llena de color alrededor del acto. Abordaba un
auto descapotable. Entonces tomaba camino hasta la cámara de diputados.
Comenzaba su desfile. Era SU día. En las calles por donde pasaba la comitiva
presidencial había algarabía. Él, con una sonrisa impecable e implacable,
levantaba la mano y la mecía suavemente de lado a lado. Ajá, como “miss” de
concurso… Y la gente se le entregaba. Una viejecita burlaba la valla de
seguridad –como si fuera tan fácil– y llegaba hasta él. Lo abrazaba, lloraba y
le hacía alguna petición. El presidente le acariciaba su blanca cabeza y le
daba un beso en la mejilla. La anciana daba media vuelta y regresaba a su
lugar. Contenta, complacida, feliz.
A su
llegada al recinto de San Lázaro el festival era aún más efusivo. Lo recibía
otro grupo de legisladores y lo acompañaban –en medio de aplausos, vivas,
porras, felicitaciones y cumplidos– hasta la tribuna del salón de sesiones.
Ahí, durante varias horas, los legisladores e invitados especiales escuchaban y
aplaudían su mensaje sobre el estado que guardaba la nación.
El estado
de otra nación, seguramente, porque nunca nada coincidía con lo que se veía y
se vivía en este país –eso no ha cambiado–. Cifras macroeconómicas, kilómetros
de carreteras construidas, hospitales inaugurados, millones de toneladas
cosechadas, extranjeros expulsados, seguridad inigualable, estabilidad social,
fuerza, rumbo y altura de miras –nunca he entendido a qué se refieren con eso,
pero se oye bien bonito–.
Cuando
terminaba la emocionante elocución, interrumpida decenas de veces por las
ovaciones –muchas veces de pie– del respetable, tocaba el turno al presidente
de la cámara de diputados. “Contestaba” el mensaje más o menos así: “Nuestro
pueblo, señor presidente, cierra filas alrededor de usted, ratifica su fe en
las cualidades de estadista que lo distinguen y le reitera su apasionada
confianza porque sabe que, bajo su guía, puede marchar seguro por las amplias
rutas que usted le ha marcado hacia el patriotismo sin tacha, la paz dinámica,
el progreso material y la superación moral…” ¡¿Qué tal?!
Luego
venía el episodio conocido como “besamanos”. ¿Necesito explicarlo?
Después,
con las manos sudadas y las mejillas babeadas, el presidente regresaba a su
casa. Otra vez, en medio de la verbena…
¡Qué
tiempos aquellos!
Pero el
sueño terminó y el asunto se fue descomponiendo de a poco. Ahora el Señor presidente
ni siquiera puede entrar al Palacio Legislativo. Y no es que no pueda, más bien
es que no lo dejan. Ahora tiene qué mandar a su secretario de gobernación a
entregar el informe y organizar su discurso en otro lado… Ya no hay desfile, ya
no hay verbena, ¿auto convertible? ¡Están locos! Los tiempos han cambiado y el
“día del presidente” no es ahora más que una sublime anécdota. Y Andrés se
quedó con las ganas…
Obituario: Los alcaldes de oposición en la CDMX tienen un gran problema… Claudia y sus huestes no los van a dejar gobernar. ¡Y háganle como quieran!
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